El Tilo de Olivos

Blog de Daniel Krichman Hernandez


José Luis


Ser docente tiene que ver con ser padre. Ambas funciones están indisolublemente asociadas. Recuerdo haber leí­do en alguno de los textos de Françoise Dolto que, contrariamente a lo que se cree, la sustitución simbólica de la maestra es por la función del padre y no por la de la madre del niño.

Jacques Rancière describe, en El Maestro Ignorante,  la función docente como aquella que es capaz de cincelar la voluntad de quien aprende y acompañarlo en el camino del descubrimiento de su propio modo de aprender, con sus cimas y sus valles. Reniega del maestro explicador que agota la experiencia en pasar los temas y volver a repetir lo que ya expuso una vez, porque -en ese acto- instituye el lugar del saber para sí­, y el del no saber para el alumno. Por el contrario, reivindica para la función docente la inexcusable tarea de mostrar a quien aprende, cómo hacer para verificar su inteligencia. Eso hace de la educación un acto emancipador. En este sentido tiene la misma mirada que Paulo Freire: el fundamento de la educación es la libertad.

Daniel Pennac, cuenta en un texto conmovedor: Mal de Escuela, que él mismo fue rescatado del marasmo de sentirse un cancre (torpe/zoquete para los franceses) frente a los demás, por profesores que supieron escucharlo en su singularidad, aun cuando ésta no encajaba en ninguna de las estrategias curriculares.

Como quiera que sea, así­ como ser padre implica enseñar e investir a otro para que pueda ser padre y asegurar la continuidad simbólica de la Ley, estoy convencido de que la función docente acontece cuando hay alguien que, a la manera de Vigotsky, consigue armar el andamio para que un sujeto aprendiente se mueva en dirección de reconocer su inteligencia y su capacidad de apropiarse de un saber que no tení­a. Poco importa la estrategia que se ponga en juego para hacer que esto suceda. Por eso, nunca se trata de aplicar recetas, ser docente requiere de una larga preparación (Gilles Deleuze).

Como suele suceder, las arideces de la tarea desaparecen como por encanto,cuando un pibe te deja ver que lo tocaste. Touché. En ese sentido, José Luis fue un premio desmesurado para mí.

Compartimos el aula de Educación Tecnológica de una de las divisiones del primer año en el IPEM 344 de Villa Cura Brochero en el 2005. La mayor parte de los pibes que acudí­an a esa escuela conviví­an en la casa con parientes alcohólicos o drogadictos. José Luis era algo mayor que sus compañeros. Y la piel de Judas, según el director. No hací­a distingos entre estar en el recreo o en el aula. Se relacionaba con los otros a los golpes, con tirones, a los empujones. Siempre tenía la última palabra. No habí­a ley que pudiera alcanzarlo.

A poco de iniciar las clases ya me resultaba difí­cil pensar qué hacer con él. Lo sacaba afuera y las preceptoras me lo reingresaban recordándome que en las horas de clase yo era el responsable legal de los chicos y debí­a mantenerlos dentro del aula. Lo mandaba a la dirección a trabajar y el director me lo reintegraba diciéndome que mi obligación era encontrar la manera de hacerlo permanecer en clase.

Una experiencia imposible. En un aula diseñada para treinta debí­amos dar clases con cuarenta y ocho alumnos. Sin apoyo institucional ni gremial, sin gabinete psicopedagógico, sin asistente social, en una localidad tomada por el clientelismo polí­tico más recalcitrante. Llegaba a mi casa en estado de perplejidad. Agotado, además. No podí­a encontrar la manera de interesar a más de 10 ó 12 pibes con la materia. La mayor parte del tiempo se me iba en lidiar con los revoltosos para que me dejaran trabajar con los que sí­ estaban interesados.

José Luis no hací­a una sóla prueba ni respondí­a a consigna alguna. Ni siquiera conseguí­a que trajera firmado el cuaderno de comunicaciones, donde citaba a alguno de los padres, o que se quitara el gorro cuando estaba en clase. Nada personal. Pero él parecí­a empeñado en ir a contrapelo.

Un dí­a, promediando la segunda parte del año, unos pasos antes de trasponer la puerta del aula, me vino a la memoria una experiencia de mi paso por las artes dramáticas. Y entré a la clase con la decisión tomada.

—Chicos, hoy pasó algo que no estaba en mis planes… ¿vieron todo el viento que hay afuera?… se me desparramaron los papeles y no he podido encontrarles el orden. Realmente no sé cómo era todo. Voy a necesitar que me ayuden. Alguien tendrá que asumir el rol de profesor, porque no encuentro quién hacía esto y cómo era…. Mientras tanto me voy a sentar en un banco a ver qué puedo hacer…

Por supuesto, cuatro de los más revoltosos se apuntaron para el desafí­o, mientras algunas niñas se me vení­an encima reclamando: Profe! ¿qué hace?… usted no puede hacer eso!

Cuando la situación alcanzó algún nivel de equilibrio, solamente quedó José Luis al frente de la clase. Ahí­ estaba él. Erguido sobre toda su estatura, que no era mucha, y mirando desafiante (en silencio, como hací­a yo cuando entraba), mientras esperaba que todos se callaran.

Y el silencio se hizo. Y sólo fue roto por el propio José Luis al pronunciar la palabra mágica: ¡Prueba!

Profe! usted no puede hacer eso!, haga algo! – Se desesperaban Ana y Marina. Y yo hice. Dije: Entonces voy a hacer como hacen ustedes: Proooofeeeee… no tengo hoooojaaaa!

José Luis apenas sonrió, pero no se amilanó. Buscó y me trajo una hoja hasta el banco…No, Profe! usted no puede hacer esto! insistía Marina.

Agradecí­, esperé que se fuera y volví­ a levantar la mano: Proooofeeeee… no tengo biroooomeee!

Y José me trajo una sin inmutarse. Volvió al frente y mirando una hoja en blanco, como si leyera: dictó 4 preguntas… y a mí­ se me cayó la mandíbula. Casi con mis propias palabras estaba preguntando por los conceptos centrales de la materia.

Por supuesto fui el único que hizo la prueba. En cuanto la terminé se lo hice saber y lo llamé para que la recogiera.

La leyó con cuidado frente a toda la clase y sin perder la postura me hizo un gesto de aprobación con la mirada y me dijo simplemente: Está bien, tiene un diez.

Yo no podí­a con mi asombro y la emoción. Acaso por eso decidí dar por terminada la dramatización en ese punto, no sin antes reconocerle su actuación y pedir un aplauso para el profesor.

Touché.

Para él y para mí­. Porque ninguno de los dos volvimos a ser los mismos a partir de ese dí­a. Yo entendí­ que, a pesar de todo el bochinche que armaba, me escuchaba cuidadosamente. Que a pesar de lo que yo creí­a, mi palabra resultaba valiosa para él.

Touché.

José Luis nunca más volvió a entregarme la hoja en blanco en las pruebas. Lo veí­a esforzarse cada vez por comprender las preguntas y escribir algún tipo de respuesta y me parecí­a sencillamente increíble. Su conducta cambió, su actitud dentro del aula cambió… hasta su posición corporal se modificó. Caminaba investido. Seguramente estrenando una sensación de íntimo alborozo que no había conocido antes.

El último día de clase, en lugar de repasar la materia, decidí­ invitarlos a pensar los usos de la tecnologí­a al servicio de la liberación de los oprimidos, mirando la pelí­cula Bichos. Habí­a comprado ocho hermosos libros de cuentos, como los que tení­an mis hijos. Pero solamente ocho porque mis posibilidades económicas no daban para más.

Les expliqué que los sortearí­amos y porqué. Los alenté a que se hicieran amigos de los libros y quiso la suerte (o vaya a saber qué designio) que uno de esos libros cayera en manos de José Luis. Aquella imagen me acompañará mientras viva: Miró toda la pelí­cula abrazado a su libro de cuentos.

Unas semanas más tarde, cuando lo recibí en el coloquio de diciembre, antes de iniciar, solamente le pregunté:

—¿Estudiaste José Luis?.

—Sí­, me dijo con seguridad.

—Te voy a hacer dos o tres preguntas y si me contestás bien, te firmo el permiso de examen y te vas.

Eso hice y respondió bien, con sentido común.

Estás aprobado. Mucha suerte José Luis!

Le dí un beso, se calzó la gorra y se fue. Nunca más lo volví­ a ver, pero supe en ese momento que si yo podía decir de mí­ mismo que trabajaba de docente, se lo debí­a a que algo o alguien me había puesto en el camino a este pibe.

Daniel I. Krichman, Rosario, marzo de 2009.-



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